En fotografía: medición de la radiación junto a Chérnobil
Hoy, 26 de abril, tres décadas y media después del peor accidente nuclear de la Historia, la catástrofe de Chernóbil pervive en las conciencias colectivas dividida entre el recuerdo simbólico y los efectos reales que todavía se perciben en una región — el norte de Ucrania, muy cerca de la frontera con Bielorrusia — donde el año pasado un incendio provocado en los bosques de la zona provocó un repunte de radiación hasta dieciséis veces por encima de los niveles normales.
Prípiat, la localidad habitada más próxima a la central en el momento de la catástrofe, existe ahora en limbo particular: una ciudad fantasma para los humanos; una posible reserva natural para los animales. De hecho, y como lleva haciendo desde hace unos años, el Gobierno ucraniano ha reactivado su iniciativa para conseguir que la UNESCO declare el área inmediatamente afectada por la catástrofe, la llamada Zona de Exclusión que abarca un radio de 30 kilómetros desde los restos de la central y que comprende a la propia ciudad, como Patrimonio de la Humanidad. Lo hace a pesar de los estudios científicos que han determinado que la radiación en algunas zonas tardará 24.000 años en desaparecer, si lo hace alguna vez.
Sobre la tragedia que supuso y la respuesta política del momento hemos podido conversar hoy con Oier Zeberio Maiztegi, investigador del dpto, de ciencias políticas de la UPV.