Los tiempos convulsos requieren de grandes historias. Un deporte que había visto su credibilidad arrastrada por los suelos y su dignidad registrada por los gendarmes tenía que encontrar un nuevo héroe con el que volver a hacer soñar a los aficionados. El Tour lo encontró, a un precio muy alto. Pero aunque la atalaya de la historia nos empuje a tachar de crédulos a todos aquellos que creyeron en aquel cowboy tejano, hay que ponerse en los aficionados de finales de los 90.
La historia de Armstrong parecía escrita para la gran pantalla. El joven campeón del mundo contra las cuerdas por culpa de una enfermedad que a casi todos nos toca cerca. El valiente estadounidense que no se da por vencido y desafiando los pronósticos de sus doctores logra no solo sobrevivir sino volver al deporte de alta competición. El Tour ganaba, el ciclismo ganaba. Un nuevo icono, una enorme masa de aficionados potenciales y una manta con la que cubrir escándalos anteriores. Pero el precio fue muy alto.
Hablar de la era Armstrong es hablar de lo que no se sabía, de lo que se intuía y de lo que algunos pocos valientes se atrevieron a denunciar desde muy pronto. Pero no se pueden obviar siete años (y un retorno de dos) ignorando por completo lo que vieron los aficionados verano tras verano. No se puede olvidar a todos los personajes secundarios que quedaron eclipsados por Lance Armstrong y que ahora corren el riesgo de irse por el desagüe de la historia.
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